CRÓNICAS DE UNA CIUDAD ACOGEDORA.
Dejé el coche en el taller. Otra perla oscura que me encuentro en esta ciudad. Una graciosa ratita, con el humor de un pequeño diablillo, decidió juguetear con un minúsculo tubo en el tanque del limpiaparabrisas. Volví a casa en autobús, mientras desmontaban mi pequeña gran máquina pieza por pieza con la paciencia de un verdugo, como si la quisieran desintegrar. Ahí empezó mi travesía en el tiempo, en una ciudad tan grande y tan mal comunicada. Me esperaban dos horas de camino, trasbordo incluido.
Me siento en una fila lateral, junto a una ventana con más historia que limpieza y dejo que la ciudad me pase por los ojos. Una ciudad que no es mía, que es de otros. Y que nunca paseo por fea. Por desvencijada. Por su oscura leyenda o no tan leyenda y por estar tan podrida como el aire que se respira.
Desde aquí, la ciudad no es ciudad. Es un escaparate triste de cosas que ya no funcionan
El autobús avanza despacio. El conductor entiende que no hay prisa en un sitio donde todo está parado. Donde las obras son ruinas y las esquinas huelen a drama humano.
Por la ventana se ven calles sin alma, donde las fachadas están más vacías que los portales. Locales cerrados con escaparates vacíos que aún conservan los rótulos de hace veinte años.. Carteles que dicen "se traspasa" cuando en realidad quieren decir "me rindo". Tiendas que venden hasta lo más insospechado, fácil y rápido. Chavales que fuman con risas..producidas por la química. Mujeres que caminan como si todo les doliera.
Luego están los otros. Los que nunca se fueron del barrio, porque el mismo se los tragó. Los que viven al margen, donde la ciudad no pone ni farolas.
Aquí no hay vecinos. Hay supervivientes. No te pintan una sonrisa, te enseñan los dientes. Vidas que no cantan. Remendadas. Que caminan arrastrando los pies y el alma, con los hombros caídos. La ciudad está muerta de vida. Desde el autobús, parece detenida, como si siempre fuera la misma hora gris.
Hay barrios separados por una sola calle. A un lado casas relucientes con vidas de lujo y al otro, otras viejas, tatuadas y música trap. Hay mucha mezcla sí, pero no integración. Todos mezclados, pero cada uno con su código. Su bar. Su barrio. Su guerra.
Mucho asistente social, casi más que policía. Que también los hay, armados hasta las cejas, haciendo rondas esperando que algo salte. Cada cinco minutos
Hay droga. En cada esquina. Alcohol a cualquier hora. Niños que nacen sabiendo y abuelos que lo han olvidado todo. Calles donde no entran ni la esperanza ni los repartidores
Una niña pregunta si esos hombres con chaleco y metralleta son buenos o malos. La madre le contesta que no hable tan alto. Un anciano bosteza como quién ya ha visto esto demasiadas veces. Y yo, mirando por la ventana, me siento ya parte de todo este decorado.
Giramos por un barrio donde las paredes están tatuadas por grafitis con nombres, fechas, insultos y un mural enorme con la cara de un chaval que murió antes de los veinte, en alguna huida en lancha. Otra de tantas. Mientras otros se cruzan por la calzada con patines trucados y móviles de mil euros.
En este preciso momento, con el cuerpo cansado y la mente girando a mil revoluciones, con esa mezcla de olores de autobús, metal y pasado, recordé mi llegada. No hubo una vecina simpática con un bizcocho de bienvenida. Me recibió una persecución policial. Con pistolas, pinchos en el asfalto y agentes escondidos por las esquinas como si jugaran al escondite mortal. Escenas de película sin guion, sin actores guapos ni dobles.
Vaya!, más de dos horas y aún no he llegado a casa. Me llaman del taller. Mi coche está arreglado!. Voy por él. Pero ahora vuelvo por la autovía, por donde todo parece ser "medio normal" y pienso que hay días que te sacuden y te recuerdan gritando con o sin palabras "que sigues viva, idiota! que aún no te ha tragado!"